miércoles, 11 de febrero de 2009

el soldadito de plomo



Érase una vez... un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos. Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fundición. No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes.

Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor y por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no. Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas.

Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo admonitorio señalaba al pobre soldadito. Finalmente, una noche, el diablo estalló. "¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!" El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló: " No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo." Y lo dijo ruborizándose. ¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor! Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana. "¡Quedate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!" El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar. Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia. Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo.

El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios. Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua. "¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa.", dijo uno . "Cojámoslo igualmente, para algo servirá", dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo. Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo. "¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!" Dijo el pequeño que lo había recogido. Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita.

En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto. Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había arrastrado tantos y tantos peligros en sus batallas! La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos. Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina... De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme.


Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el rió. Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado. "Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche.", dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador. El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos. "¡Pero si es uno de los soldaditos de...!", gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna. "¡Sí, es el mío!", exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido. "¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!" Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina. Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados.

Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación. Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar. El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla. ¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse. El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón. A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.

caperucita roja


Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que todo el mundo la llamaba Caperucita Roja. Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí el lobo.
Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las ardillas... De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella. - ¿A dónde vas, niña?- le preguntó el lobo con su voz ronca. - A casa de mi Abuelita- le dijo Caperucita. - No está lejos- pensó el lobo para sí, dándose media vuelta. Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-, no tengo nada que temer.

La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de flores además de los pasteles. Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del lobo. El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta.
La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada. - Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes! - Son para verte mejor- dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela. - Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes! - Son para oírte mejor- siguió diciendo el lobo. - Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes! - Son para...¡comerte mejoooor!- y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita. Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita.
Pidió ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba. El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí, ¡vivas!.
Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar. Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó. En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su Abuelita y de su Mamá.

simba el marinero






Hace muchos, muchísimos años, en la ciudad de Bagdag vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y, para ganarse la vida, se veía obligado a transportar pesados fardos, por lo que se le conocía como Simbad el Cargador. - ¡Pobre de mí! -se lamentaba- ¡qué triste suerte la mía! Quiso el destino que sus quejas fueran oídas por el dueño de una hermosa casa, el cual ordenó a un criado que hiciera entrar al joven. A través de maravillosos patios llenos de flores, Simbad el Cargador fue conducido hasta una sala de grandes dimensiones. En la sala estaba dispuesta una mesa llena de las más exóticas viandas y los más deliciosos vinos. En torno a ella había sentadas varias personas, entre las que destacaba un anciano, que habló de la siguiente manera: -Me llamo Simbad el Marino. No creas que mi vida ha sido fácil. Para que lo comprendas, te voy a contar mis aventuras... " Aunque mi padre me dejó al morir una fortuna considerable; fue tanto lo que derroché que, al fin, me vi pobre y miserable. Entonces vendí lo poco que me quedaba y me embarqué con unos mercaderes.

Navegamos durante semanas, hasta llegar a una isla. Al bajar a tierra el suelo tembló de repente y salimos todos proyectados: en realidad, la isla era una enorme ballena. Como no pude subir hasta el barco, me dejé arrastrar por las corrientes agarrado a una tabla hasta llegar a una playa plagada de palmeras. Una vez en tierra firme, tomé el primer barco que zarpó de vuelta a Bagdag..." Llegado a este punto, Simbad el Marino interrumpió su relato. Le dio al muchacho 100 monedas de oro y le rogó que volviera al día siguiente. Así lo hizo Simbad y el anciano prosiguió con sus andanzas... " Volví a zarpar. Un día que habíamos desembarcado me quedé dormido y, cuando desperté, el barco se había marchado sin mí. L legué hasta un profundo valle sembrado de diamantes.

Llené un saco con todos los que pude coger, me até un trozo de carne a la espalda y aguardé hasta que un águila me eligió como alimento para llevar a su nido, sacándome así de aquel lugar." Terminado el relato, Simbad el Marino volvió a darle al joven 100 monedas de oro, con el ruego de que volviera al día siguiente... "Hubiera podido quedarme en Bagdag disfrutando de la fortuna conseguida, pero me aburría y volví a embarcarme. Todo fue bien hasta que nos sorprendió una gran tormenta y el barco naufragó. Fuimos arrojados a una isla habitada por unos enanos terribles, que nos cogieron prisioneros. Los enanos nos condujeron hasta un gigante que tenía un solo ojo y que comía carne humana. Al llegar la noche, aprovechando la oscuridad, le clavamos una estaca ardiente en su único ojo y escapamos de aquel espantoso lugar. De vuelta a Bagdag, el aburrimiento volvió a hacer presa en mí. Pero esto te lo contaré mañana..." Y con estas palabras Simbad el Marino entregó al joven 100 piezas de oro.


"Inicié un nuevo viaje, pero por obra del destino mi barco volvió a naufragar. Esta vez fuimos a dar a una isla llena de antropófagos. Me ofrecieron a la hija del rey, con quien me casé, pero al poco tiempo ésta murió. Había una costumbre en el reino: que el marido debía ser enterrado con la esposa. Por suerte, en el último momento, logré escaparme y regresé a Bagdag cargado de joyas..." Y así, día tras día, Simbad el Marino fue narrando las fantásticas aventuras de sus viajes, tras lo cual ofrecía siempre 100 monedas de oro a Simbad el Cargador. De este modo el muchacho supo de cómo el afán de aventuras de Simbad el Marino le había llevado muchas veces a enriquecerse, para luego perder de nuevo su fortuna. El anciano Simbad le contó que, en el último de sus viajes, había sido vendido como esclavo a un traficante de marfil. Su misión consistía en cazar elefantes. Un día, huyendo de un elefante furioso, Simbad se subió a un árbol. El elefante agarró el tronco con su poderosa trompa y sacudió el árbol de tal modo que Simbad fue a caer sobre el lomo del animal. Éste le condujo entonces hasta un cementerio de elefantes; allí había marfil suficiente como para no tener que matar más elefantes. S imbad así lo comprendió y, presentándose ante su amo, le explicó dónde podría encontrar gran número de colmillos. En agradecimiento, el mercader le concedió la libertad y le hizo muchos y valiosos regalos. "Regresé a Bagdag y ya no he vuelto a embarcarme -continuó hablando el anciano-. Como verás, han sido muchos los avatares de mi vida. Y si ahora gozo de todos los placeres, también antes he conocido todos los padecimientos." Cuando terminó de hablar, el anciano le pidió a Simbad el Cargador que aceptara quedarse a vivir con él. El joven Simbad aceptó encantado, y ya nunca más, tuvo que soportar el peso de ningún fardo.

el patito feo



ierra adentro, en la parte baja de la pradera, escondido entre los altos juncos que crecían en el borde de la laguna, había un nido lleno de huevos. Mamá Pata estaba suavemente sentada sobre ellos, para darles calor. Esperaba con paciencia el nacimiento de sus patitos.

Crac! Crac! Uno tras otro comenzaron a abrirse los huevos, y los patitos asomaban por ellos sus cabecitas. Pero... que será esa horrible ave gris que aparecía? Mamá Pata no salía de su asombro. "Ninguno de los otros patitos es como este!", exclamó.

Algunos días después, Mamá Pata fue caminando hasta la laguna seguida de sus patitos. Plafff! Se lanzó al agua... y uno tras otro saltaron los patitos. Flotaban espléndidamente. Y hasta el patito feo nadó junto a ellos.

Pero después fueron al corral de los patos. Los otros patos. Los otros patos los miraron con impertinencia y dijeron: "Miren, aquí viene otra cría, como si ya no fuéramos bastantes! Y qué feo es ese patito! Sáquenlo de este corral! No lo queremos!".

Uno por uno, los patos se lanzaron sobre el patito feo y lo picotearon en el cuello, y lo empujaron de un lado a otro. Vinieron después algunos pollitos y ellos también picotearon al pobrecito.

Mamá Pata trató de proteger al patito feo. "Déjenlo tranquilo", pidió a las malignas aves, "él no hace daño a nadie". Pero de nada sirvió. Y hasta sus propios hermanitos empezaron a tratarlo mal.

Todos los días era lo mismo. El patito feo no podía escapar al maltrato. "Creo que será mejor que me vaya lejos, muy lejos", se dijo por fin. Así es que, saltando el cerco, salió a viajar tan rápido como pudo.

Llegó el otoño. Las hojas se pusieron amarillentas y rojizas en el bosque. Una tarde, a la puesta del sol, aparecieron unos cisnes por entre los arbustos. "Ah! Qué lindo ser tan hermoso como ellos!", suspiró el patito feo.

Vino después el invierno. Los días eran cada vez más fríos y el pobre patito feo tuvo que nadar en el agua helada que empezaba a congelarse a su alrededor. Nadie le traía alimentos y apenas tenía qué comer. Todo era muy triste!.

En la primavera, cuando el sol volvió a calentar la tierra y las plantas a florecer, el patito feo notó que sus alas se habían agrandado y eran muy fuertes. Las batió contra su cuerpo, una y dos veces, hasta que por fin se elevó en el aire.

No pasó mucho tiempo antes de que se encontrara en un gran jardín. Tres hermosos cisnes nadaban en un estanque. "Me gustaría ir con ellos", se dijo el patito. Quizá ni siquiera me hagan caso, por ser tan feo. Pero, sin embargo, no importa, lo intentaré".

Voló hasta el agua y nadó rápidamente hacia ellos. Pero cuando miró hacia abajo y vio su propio reflejo en el agua clara, que sorpresa! Ya no era un ave oscura y fea, como le había parecido siempre. Él también era ahora un hermoso cisne blanco.

Unos niños entraron al jardín, gritando: Un cisne nuevo! Mírenlo, aquí!" Y después añadieron: "Es el más lindo de todos los cisnes!".

El cisne nuevo volvió tímidamente la cabeza. Pero se sentía feliz. Aleteó, curvó el grácil cuello y dijo: "Jamás soñé con tanta dicha cuando era el patito feo".

los tres cerditos


En el corazón del bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba persiguiéndoles para comérselos. Para escapar del lobo, los cerditos decidieron hacerse una casa. El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse
a jugar. El mediano construyó una casita de madera. Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con él. El mayor trabajaba en su casa de ladrillo. - Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas- riñó a sus hermanos mientras éstos se lo pasaban en grande.El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y sopló y la casita de paja derrumbó. El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que corrió a refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera derribó Los dos cerditos salieron pitando de allí. Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron a la casa del hermano mayor. Los tres se metieron dentro y cerraron bien todas las puertas y ventanas. El lobo se puso a dar vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea. Pero el cerdito mayor puso al fuego una olla con agua. El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó. Escapó de allí dando unos terribles aullidos que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás quiso comer cerdito.

juan sin miedo




Érase una vez un matrimonio de leñadores que tenía dos hijos. Pedro, el mayor, era un chico muy miedoso. Cualquier ruido le sobresaltaba y las noches eran para él terroríficas. Juan, el pequeño, era todo lo contrario. No tenía miedo de nada. Por esa razón, la gente lo llamaba Juan sin miedo. Un día, Juan decidió salir de su casa en busca de aventuras. De nada sirvió que sus padres intentaron convencerlo de que no lo hiciera. El quería conocer el miedo. Saber que se sentía.Estuvo andando sin parar varios días sin que nada especial le sucediese. Llegó un bosque y decidió cruzarlo. Bastante aburrido, se sentó a descansar un rato. De repente, una bruja de terrible aspecto, rodeada de humo maloliente y haciendo grandes aspavientos, apareció junto a él.¿Que ahí abuela? -saludo Juan con toda tranquilidad.¡Desvergonzado! ¡Soy una bruja!Pero Juan nos impresionó. La bruja intentó todo lo que sabía para asustar a aquel muchacho. Nada dio resultado. Así que se dio media vuelta y se fue de allí cabizbaja, pensando que era su primer fracaso como bruja.Tras su descanso, Juan echó a andar de nuevo. En un claro del bosque encontró una casa. Llamo a la puerta y le abrió un espantoso ogro que, al ver al muchacho, comenzó a lanzar unas terribles carcajadas.Juan no soportó que se riera de él. Se quitó el cinturón y empezó a darle unos terribles golpes hasta que el ogro le rogó que parase.El muchacho pasó la noche en la casa del ogro. Por la mañana siguió su camino y llegó a una ciudad. En la plaza un pregonero leía un mensaje del rey.Y a quien se atreva a pasar tres noches seguidas en este castillo, el rey le concederá a la mano de la princesa.Juan sin miedo se dirigió al palacio real, donde fue recibido por el soberano.Majestad, estoy dispuesto a ir a ese castillo dijo el muchacho.Sin duda has de ser muy valiente contestó el monarca. Pero creo que deberías pensar lo mejor.Está decidido respondió Juan con gran seguridad.Juan llegó al castillo. Llevaba años deshabitado. Había polvo y telarañas por todas partes. Como tenía frío, encendió una hoguera. Con el calor se quedó dormido.Al rato, unos ruidos de cadenas lo despertaron. Al abrir los ojos, el muchacho vio ante él un fantasma.Juan, muy enfadado por qué lo hubieran despertado, cogió un palo ardiendo y se lo tiró al fantasma.Este, con su sábana en llamas, huyó de allí y el muchacho siguió durmiendo tan tranquilo.Por la mañana, siguió recorriendo el castillo. Encontró una habitación con una cama y decidió pasar allí su segunda noche. Al poco rato de haberse acostado, o yo lo que parecían maullidos de gatos. Y ante él aparecieron tres grandes tigres que lo miraban con ojos amenazadores.Juan cogió la barra de hierro y empezó a repartir golpes. Con cada golpe, los tigres se iban haciendo más pequeños. Tanto redujeron su tamaño que, al final, quedaron convertidos en unos juguetones que a gatitos a los que Juan estuvo acariciando.Llegó la tercera noche y Juan se echó a dormir. Al cabo de unos minutos escuchó unos impresionantes rugidos. Un enorme león estaba a punto de atacarlo. El muchacho cogió la barra de hierro y empezó a golpear al pobre animal, quien empezó a decir con voz suplicante: ¡Basta! ¡basta! ¡no me es más! ¡eres un bruto! ¿no te das cuenta de que me vas a matar?A la mañana siguiente, Juan sin miedo apareció el palacio real. El rey, que no daba crédito a sus ojos, le concedió la mano de su hija y, a los pocos días se celebraron las bodas.Juan estaba encantado con su esposa y se sentía muy feliz.La princesa también lo estaba. Pero decidió que haría conocer el miedo a su marido.Una noche, mientras Juan dormía, ella cogió una jarra de agua fría y se la derramó encima.El pobre Juan creyó morir del susto. Temblaba de terror. Sus pelos estaban rizados y ¡conoció el miedo, por fin!Juan una vez recuperado, agradeció su esposa haberle hecho sentir miedo, algo que todo el mundo conoce.

sonrisa


El 26 de agosto de 1990, en la segunda página del ‘The New York Times’, se publicó la fotografía de un atentado producido durante la invasión de Irak a Kuwait. A pocos metros de los cadáveres de un par de civiles, una niña miraba lo que parecía ser una muñeca, mientras que el artículo correspondiente mencionaba a 18 kuwaitíes exiliados, que recordaban a sus más de 500 compatriotas muertos. Y si bien existía una relación entre el texto y la imagen, el rostro de la niña hablaba de otra historia, que no tenía nada que ver con los personajes retratados. Era como si ella hubiese acabado de sonreír hacía un segundo.

Albert O’remor no era corresponsal de guerra, pero a su representante le fue sencillo contactar con el ‘Times’ y venderle los derechos de la fotografía, porque O’remor gozaba de cierto prestigio en el ámbito artístico neoyorquino. Aunque prestigio no es el término más adecuado para definir su posición en ese gremio. Prácticamente no se hablaba de la calidad de su trabajo, sino del tema recurrente que siempre abordó en sus obras, derivando las conversaciones hacia los posibles orígenes de su obsesión, donde las opiniones eran encontradas e iban de lo dramático a lo sublime, pasando incluso por la burla. En lo que sí estaban todos de acuerdo era en que su ‘enfermedad’ era degenerativa. Si no fuese así, por qué otra razón viajó a Kuwait a retratar a esa niña, por qué necesitaba situaciones cada vez más dolorosas para capturar una sonrisa.

Albert O’remor, de madre danesa y padre irlandés, nació en Baltimore, Estados Unidos, en 1958. Ya a sus cuatro años, Albert comenzó a manifestar una especial atracción por las sonrisas ajenas y, con el tiempo, pasó a convertirse en una profunda fascinación, despertando un incontrolable deseo por coleccionarlas. En su octavo cumpleaños, le obsequiaron una ‘Instamatic 133 de Kodak’. Como era de suponer, al comienzo, cualquier sonrisa le valía, mas ese comienzo fue muy breve, porque el mismo día en el que le regalaron la cámara, agotó el carrete con los rostros de los invitados que posaron para él y no pudo ver las imágenes hasta tres semanas después, cuando consiguió ahorrar lo suficiente para revelar los negativos.

Tras esa primera experiencia, se dedicó a sorprender a sus familiares con la intención de obtener sonrisas espontáneas. Los flashes provenían de debajo de una cama, del asiento posterior del coche, de entre las ramas, del armario y de cuanto lugar le sirviese para su cometido. Una vez completado su décimo álbum, volvió a cuestionarse, optando por incluir a desconocidos. Así lo hizo durante más de una década.

A pesar de aparentar ser un dato irrelevante, antes de proseguir, me gustaría destacar una de las series que formó parte de este período, compuesta por las sonrisas de una hippie que mostraban las distintas variaciones de la expresión con respecto al tipo de droga que ella había consumido. Esta serie -no en ese momento, pero sí cuando reflexionó al respecto- ocasionó que O’remor hiciese una pausa prolongada. Los siguientes dos años no tomó ninguna fotografía, los empleó en clasificar las 16,478 que ya tenía. Fue consciente de que una sonrisa al despertar tenía distintos matices que una al acostarse, que la de su hermano menor era distinta cuando veía a su madre que cuando veía a su padre, que la de su abuelo variaba en el día y no con la edad, que una sonrisa no era más bella por el rostro sino por la sinceridad y que, sin excepción, todos teníamos la capacidad para mostrarla. En ese punto tuvo dos sensaciones. Su colección era bella; sin embargo, no era tan especial. Cualquiera podría tener una como la suya, simplemente era una cuestión de tiempo y dedicación. Se quedó en blanco tres años más.

En 1984, volvió a coger la cámara bajo la siguiente premisa: “Todos podemos sonreír, pero no todos somos iguales”. Se puso a fotografiar a personas famosas. Le duró una semana. Las revistas de un quiosco contenían más de las que él podría conseguir en toda su vida. Se sintió estúpido por haber planteado una premisa tan vulgar. Lanzó otra: “Todos podemos sonreír, pero a unos les cuesta más”. Con el ánimo renovado, retrató a mendigos, minusválidos, a payasos sin disfraz, soldados de guardia y a cuanto estereotipo se le cruzó por la mente. Se dio cuenta de que no era tanto un asunto de personas… y se atrevió a lanzar una tercera: “Todos podemos sonreír, pero hay momentos en que nos es casi imposible hacerlo, porque no nos nace o nos lo prohibimos”.
Albert pasaba las mañanas observando los entierros y, en las noches, hacía guardia en la sección de urgencias de los hospitales. Una que otra vez, para variar la rutina, se asomaba a los incendios y a otras desgracias ocasionales, conducta que fue muy criticada tanto por algunas instituciones sociales como por la mayoría de los artistas neoyorquinos. No obstante, O’remor sostenía, de cara a sí mismo, que una sonrisa, en un momento de tragedia, evitaba que se destrozasen fibras emocionales profundas. Para valorar mejor su perspectiva, es necesario enfatizar que a él le deslumbraban las sonrisas y no las risas (ya sean con gracia o histéricas).

Unos meses antes de que Irak invadiera Kuwait, Albert O’remor se había instalado en Oriente Medio. Quería saber cómo eran las sonrisas de las personas que vivían en una tragedia constante. Sin duda, su fascinación lo colmó. Eso explica que el día en el que retrató a la niña del ‘Times’, cuando se produjo la explosión seguida de un tiroteo, en lugar de correr, le regaló la muñeca a la niña, para fotografiarla. En medio de esa sesión, una bala lo alcanzó. La pequeña dejó la muñeca y cogió la cámara.

Tras su muerte, se realizó la primera exposición sobre su trabajo. La galería Leo Castelli presentó la “Smile’s Collection”, incluyendo la foto que tomó la niña kuwaití, la única en la que aparecía Albert O’remor.